domingo, 5 de enero de 2014

Relato 2.0

A veces, cuando papá, ya viejo, se emborrachaba, desconectaba su panel y empezaba a hablar de las relaciones pre-centros de conexión humana. Las llamaba, casi ahogándose de la risa, “relaciones al albur”. Yo escuchaba con una mezcla de asco y fascinación, tratando de que fuera más despacio a base de servirle más alcohol, porque tenía que consultar una barbaridad de términos arcaicos casi vigésicos en iPedia para poder descifrar su mensaje.  

Todo esto revolotea por mi mente mientras consulto las indicaciones para dirigirme en transporte colectivo a mi nuevo Centro de Conexión Humana: un centro privado. El servicio público es deficiente y a menudo mi grupo de amigos y yo hacemos propuestas de enmiendas para quitar poder a los CCH públicos y dejarlos activos exclusivamente para casos verdaderamente desesperados, los de las verdaderas excepciones, cuya existencia conocemos y “respetamos”. Sabemos que es cruel dejar a algún ciudadano fuera del sistema de CCH condenándole al ostracismo, pero también sabemos que las empresas privadas se han mostrado infinitamente más efectivas a la hora de prestar servicio. Una noche de especial indignación en nuestro círculo postlibertario fue en la que conocimos el aumento del presupuesto para los CCH públicos, respaldado, cómo no, por obscena propaganda en la que se mostraba gente desesperadamente sola. Esa noche de repulsa, decidimos hacer un pequeño sorteo y que el perdedor se sometiera a la ineficiencia pública. Sí, saqué el número aleatorio más pequeño y fui condenado a una relación caótica y defectuosa de la que aún me estoy recuperando. Una relación llena de malentendidos, desacuerdos, discusiones e insatisfacción, todo protegido por una insuficiente capa de gustos comunes y recuerdos similares. Los entes estatales siguen operando prácticamente al nivel de las “páginas web de contactos” (término que releo fascinado en la iPedia) basándose en una pequeña relación de coincidencias en ítems puntuables en una escala… ¡Del 1 al 5!. Una falta de matices intolerable y típica del poder desindividualizador estatal. Un desastre. Llevé una especie de diario de la relación que se ha seguido con cierto interés en la comunidad postlibertaria y que he visto en ocasiones empleado como argumento en contra del aumento presupuestario. Defendemos que, con un presupuesto inferior y un rango de competencias mucho menor, los servicios públicos podrían dedicarse exclusivamente a las excepciones, que comprendemos que no tienen cabida en la empresa privada a la hora de buscar beneficio; la oferta “caritativa” es escasa y si eres una excepción, es complicado que pases el test previo para ser admitido en un CCH privado de cierto nivel.

Aún algo aturdido por haber sufrido una relación defectuosa (¿Tendrá esto consecuencias verdaderamente serias en mis posteriores relaciones sociales? ¿Me convertirá en un paria, me traerá problemas en mis futuras relaciones?) pero con ganas de probar la verdadera eficiencia en las relaciones humanas, llego a mi destino. Cuando reconozco el edificio gracias a la consulta previa y ya estoy a punto de cruzar la puerta, algo invade mi campo visual. En mi visor Bøer aparece una propaganda anti CCH propia de los movimientos ante-posthumanistas. No entiendo cómo gente tan centrada en obligar a los humanos a volver a la vida de hace unos siglos puede reunir el capital humano y los medios para poder violar la seguridad de un visor relativamente bueno como el mío. Normalmente es un privilegio que sólo logran compañías verdaderamente poderosas. Me veo obligado a desconectar el visor y pasar a visión biológica, no sin que antes se me intente hacer conocedor de los peligros que conllevan las relaciones guiadas por la ciencia, la lógica y la matemática. Rápidamente detecto al culpable, que lejos de sentirse como tal, se acerca hacia mí, afable.

-¡Hola! ¿Tienes un momento para hablar como se hacía antes?

-Es evidente que no ­–con un gesto desdeñoso señalo las identificaciones voluntarias de mi traje térmico. En ellas aparecen en el tejido el rectángulo negro y oro dividido en una diagonal que me declara postlibertario, aparte del rectángulo  azul noche con el símbolo de la lanza y el escudo de Marte que señalan que he nacido varón y que me considero heterosexual.

-Mira, es normal que no quieras, pues has sido alienado por la sociedad neocapi…

-Si conocieras los códigos y verdaderamente te preocupara la sociedad en la que vives, sabría que soy postlibertario y, por tanto, neocapitalista. Por tu ausencia de identificaciones voluntarias o bien eres nihilista, cosa que dudo por la ausencia de negro en tu traje térmico y, sobre todo, por la ausencia de cyborg-complementos que hasta el más desesperado nihilista consideraría absurda, o bien eres ante-posthumanista. No me interesa vuestra propuesta de modo de vida y estás violando el Principio de No Agresión con esta intromisión en mi vida, ésta es mi primera y última advertencia.

Él se ríe.

-¡No sólo eso, no sólo soy ante-posthumanista! Además estoy rechazado. Prácticamente sólo sobrevivo porque los demás ante-posthumanistas tratan y comercian conmigo.

Trago saliva e intento no mostrar miedo. Tratar con un ante-posthumanista no tiene la menor importancia; conozco un montón de gente que dice serlo por adquirir cierto estatus transgresor (pues luego no practican ninguna de sus ridículas ideas) pero tratar con un rechazado puede tener consecuencias graves.

Él aprovecha mi momento de duda para levantar la palma derecha. Efectivamente, muestra el tatuaje del círculo tachado por una diagonal. Es verdaderamente un rechazado o, como poco, está lo bastante loco como para hacerse pasar por uno, broma que se puede pagar perfectamente con un auténtico rechazo.

-Sólo te pido que vengas un momento conmigo y que tengamos una charla cordial a la vieja usanza.

Las últimas dos palabras me provocan náuseas: estoy empezando a encontrarme mal físicamente. Comienzo la siguiente frase sin demasiada convicción:

-Continuas violando el Principio de…

-… No Agresión ­­–me interrumpe­, haciendo gestos de comillas con los dedos y poniendo los ojos en blanco– ¿Y qué va a pasar, me van a rechazar de nuevo? No tengo mucho que perder.

En lugar de con desesperación, esto último lo dice con una sonrisa. Este hombre está mentalmente perturbado. Desconozco qué empresa de seguridad se encarga de este sector comercial, pero es obviamente una mierda. Me empiezan a temblar las piernas. No estoy nada acostumbrado a intromisiones sociales indeseadas en mi vida que se prolonguen durante tanto tiempo. Comienzo a andar en dirección contraria, pensando en dejar mi cita en el CCH para otro día.

-Sabes que desbloquear un Bøer en el servicio técnico puede llevar más de una semana ¿No?

Me detengo y cierro los ojos con dolor. ¿Por qué no me compré un Oculus? Ahorré mucho al escoger un Bøer, es cierto, pero también corrí un riesgo innecesario que desemboca en este infierno. Puta alianza de comerciantes bálticos.

-Si vienes y hablas un rato conmigo yo mismo lo desbloquearé.  

Me armo de valor y acompaño al hombre, que se presenta y comprende mi negativa a tenderle la mano, pues una imagen mía haciendo semejante cosa con un rechazado podría convertirme en uno. Lamento que mi solicitud para ir armado esté aún en la tercera fase: otra cosa a la que nos oponemos los postlibertarios.

Una charla a la vieja usanza resulta agotadora. Este hombre y yo no tenemos nada en común; es como hablar con un nacido en las colonias de Venus o algo por el estilo. Partir del cero absoluto.

A pesar de mi reticencia inicial, la charla tiene lugar en su apartamento, pues su condición de rechazado impide que se le venda estimulo-inhibidores o cualquier cosa en los comercios autorizados. Y quiere invitarme, claro, si no esto sería a todas luces un atraco. Bebemos alcohol (inevitables recuerdos de papá, al que nunca le gustaron los estímulo-inhibidores; siempre sospeché que tenía alguna tendencia ante-posthumanista) destilado por él mismo, tema sobre el que había leído algo en los más rancios foros postlibertarios. Estoy algo más relajado gracias al licor casero y a que he bloqueado cualquier acción que implique movimiento de dinero salvo triple autorización en las próximas 24 horas en mi cuenta de ciudadano. Sólo puedo temer un robo de órganos o el asesinato por diversión, cosas que cada vez parecen pertenecer más a los videojuegos más radicales y menos a la vida real.

La charla acaba resultándome agradable. Tratamos de esquivar el tema de la política y esto me acaba pareciendo tremendamente divertido, como una especie de juego social. Pero la cosa no termina ahí: tras desbloquear mi visor concertamos otra cita para charlar a la vieja usanza. Quizá por la emoción de conocer a un rechazado. Y la siguiente no fue la última vez que nos vimos con el mismo, sencillo y anticuado propósito.

Tiempo después, tras muchas charlas y litros de alcohol casero, me acabó confesando el motivo de su rechazo: una ridícula deuda de 100 créditos con la compañía de comunicaciones. Me ofrecí inmediatamente a saldarla con los pertinentes intereses para que fuera readmitido socialmente. Su siguiente confesión me dejó aturdido: por supuesto que podía haber pagado la deuda (yo daba por supuesto que había pasado por una bancarrota momentánea) y probablemente aún contaba con dinero suficiente como para saldarla teniendo en cuenta los intereses, pero… no quería. Quería probar la aventura de vivir como un rechazado. En el momento de la deuda estaba harto e ignoró la advertencia de la compañía de comunicaciones. Y la siguiente y todas las que vinieron después justo antes de que su rechazo pasara a ser efectivo.


Mucho tiempo después le confesé mi único horrible secreto, que curiosamente nunca he confesado a las personas que he conocido por los procedimientos habituales de CCH. Me lo confesó mi padre una de aquellas noches: soy un hijo del albur. Él y mamá se habían conocido por pura casualidad. Siempre lo he llevado como una gran carga, desde aquel día me sentí defectuoso, un producto que no tendría por qué haber estado allí, al lado del resto, convenientemente diseñados. Mi nuevo amigo me consoló y lo más raro es que me sentó bien contárselo; ni siquiera tengo chequeados sus niveles de fiabilidad, aunque los de un rechazado son, en teoría, cero.

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