A veces, cuando papá, ya viejo, se emborrachaba,
desconectaba su panel y empezaba a hablar de las relaciones pre-centros de
conexión humana. Las llamaba, casi ahogándose de la risa, “relaciones al
albur”. Yo escuchaba con una mezcla de asco y fascinación, tratando de que
fuera más despacio a base de servirle más alcohol, porque tenía que consultar
una barbaridad de términos arcaicos casi vigésicos en iPedia para poder
descifrar su mensaje.
Todo esto revolotea por mi mente mientras consulto las
indicaciones para dirigirme en transporte colectivo a mi nuevo Centro de
Conexión Humana: un centro privado. El servicio público es deficiente y a
menudo mi grupo de amigos y yo hacemos propuestas de enmiendas para quitar
poder a los CCH públicos y dejarlos activos exclusivamente para casos
verdaderamente desesperados, los de las verdaderas excepciones, cuya existencia
conocemos y “respetamos”. Sabemos que es cruel dejar a algún ciudadano fuera
del sistema de CCH condenándole al ostracismo, pero también sabemos que las
empresas privadas se han mostrado infinitamente más efectivas a la hora de
prestar servicio. Una noche de especial indignación en nuestro círculo postlibertario
fue en la que conocimos el aumento del presupuesto para los CCH públicos,
respaldado, cómo no, por obscena propaganda en la que se mostraba gente
desesperadamente sola. Esa noche de repulsa, decidimos hacer un pequeño sorteo
y que el perdedor se sometiera a la ineficiencia pública. Sí, saqué el número
aleatorio más pequeño y fui condenado a una relación caótica y defectuosa de la
que aún me estoy recuperando. Una relación llena de malentendidos, desacuerdos,
discusiones e insatisfacción, todo protegido por una insuficiente capa de
gustos comunes y recuerdos similares. Los entes estatales siguen operando
prácticamente al nivel de las “páginas web de contactos” (término que releo
fascinado en la iPedia) basándose en una pequeña relación de coincidencias en
ítems puntuables en una escala… ¡Del 1 al 5!. Una falta de matices intolerable
y típica del poder desindividualizador estatal. Un desastre. Llevé una especie
de diario de la relación que se ha seguido con cierto interés en la comunidad
postlibertaria y que he visto en ocasiones empleado como argumento en contra
del aumento presupuestario. Defendemos que, con un presupuesto inferior y un
rango de competencias mucho menor, los servicios públicos podrían dedicarse
exclusivamente a las excepciones, que comprendemos que no tienen cabida en la
empresa privada a la hora de buscar beneficio; la oferta “caritativa” es escasa
y si eres una excepción, es complicado que pases el test previo para ser
admitido en un CCH privado de cierto nivel.
Aún algo aturdido por haber sufrido una relación defectuosa
(¿Tendrá esto consecuencias verdaderamente serias en mis posteriores relaciones
sociales? ¿Me convertirá en un paria, me traerá problemas en mis futuras
relaciones?) pero con ganas de probar la verdadera eficiencia en las relaciones
humanas, llego a mi destino. Cuando reconozco el edificio gracias a la consulta
previa y ya estoy a punto de cruzar la puerta, algo invade mi campo visual. En
mi visor Bøer aparece una propaganda anti CCH propia de los movimientos
ante-posthumanistas. No entiendo cómo gente tan centrada en obligar a los
humanos a volver a la vida de hace unos siglos puede reunir el capital humano y
los medios para poder violar la seguridad de un visor relativamente bueno como
el mío. Normalmente es un privilegio que sólo logran compañías verdaderamente
poderosas. Me veo obligado a desconectar el visor y pasar a visión biológica,
no sin que antes se me intente hacer conocedor de los peligros que conllevan
las relaciones guiadas por la ciencia, la lógica y la matemática. Rápidamente
detecto al culpable, que lejos de sentirse como tal, se acerca hacia mí,
afable.
-¡Hola! ¿Tienes un momento para hablar como se hacía antes?
-Es evidente que no –con un gesto desdeñoso señalo las identificaciones voluntarias de mi traje térmico. En ellas aparecen en el tejido el rectángulo negro y oro dividido en una diagonal que me declara postlibertario, aparte del rectángulo azul noche con el símbolo de la lanza y el escudo de Marte que señalan que he nacido varón y que me considero heterosexual.
-Es evidente que no –con un gesto desdeñoso señalo las identificaciones voluntarias de mi traje térmico. En ellas aparecen en el tejido el rectángulo negro y oro dividido en una diagonal que me declara postlibertario, aparte del rectángulo azul noche con el símbolo de la lanza y el escudo de Marte que señalan que he nacido varón y que me considero heterosexual.
-Mira, es normal que no quieras, pues has sido alienado por
la sociedad neocapi…
-Si conocieras los códigos y verdaderamente te preocupara la
sociedad en la que vives, sabría que soy postlibertario y, por tanto, neocapitalista.
Por tu ausencia de identificaciones voluntarias o bien eres nihilista, cosa que
dudo por la ausencia de negro en tu traje térmico y, sobre todo, por la ausencia
de cyborg-complementos que hasta el más desesperado nihilista consideraría
absurda, o bien eres ante-posthumanista. No me interesa vuestra propuesta de
modo de vida y estás violando el Principio de No Agresión con esta intromisión
en mi vida, ésta es mi primera y última advertencia.
Él se ríe.
-¡No sólo eso, no sólo soy ante-posthumanista! Además estoy rechazado. Prácticamente sólo sobrevivo
porque los demás ante-posthumanistas tratan y comercian conmigo.
Trago saliva e intento no mostrar miedo. Tratar con un
ante-posthumanista no tiene la menor importancia; conozco un montón de gente
que dice serlo por adquirir cierto estatus transgresor (pues luego no practican
ninguna de sus ridículas ideas) pero tratar con un rechazado puede tener consecuencias graves.
Él aprovecha mi momento de duda para levantar la palma
derecha. Efectivamente, muestra el tatuaje del círculo tachado por una
diagonal. Es verdaderamente un rechazado o,
como poco, está lo bastante loco como para hacerse pasar por uno, broma que se
puede pagar perfectamente con un auténtico rechazo.
-Sólo te pido que vengas un momento conmigo y que tengamos
una charla cordial a la vieja usanza.
Las últimas dos palabras me provocan náuseas: estoy empezando a encontrarme mal físicamente. Comienzo la siguiente frase sin demasiada convicción:
-Continuas violando el Principio de…
-… No Agresión –me interrumpe, haciendo gestos de
comillas con los dedos y poniendo los ojos en blanco– ¿Y qué va a pasar, me van
a rechazar de nuevo? No tengo mucho
que perder.
En lugar de con desesperación, esto último lo dice con una
sonrisa. Este hombre está mentalmente perturbado. Desconozco qué empresa de
seguridad se encarga de este sector comercial, pero es obviamente una mierda. Me
empiezan a temblar las piernas. No estoy nada acostumbrado a intromisiones
sociales indeseadas en mi vida que se prolonguen durante tanto tiempo. Comienzo
a andar en dirección contraria, pensando en dejar mi cita en el CCH para otro
día.
-Sabes que desbloquear un Bøer en el servicio técnico puede
llevar más de una semana ¿No?
Me detengo y cierro los ojos con dolor. ¿Por qué no me
compré un Oculus? Ahorré mucho al escoger un Bøer, es cierto, pero también
corrí un riesgo innecesario que desemboca en este infierno. Puta alianza de
comerciantes bálticos.
-Si vienes y hablas un rato conmigo yo mismo lo
desbloquearé.
Me armo de valor y acompaño al hombre, que se presenta y
comprende mi negativa a tenderle la mano, pues una imagen mía haciendo
semejante cosa con un rechazado podría
convertirme en uno. Lamento que mi solicitud para ir armado esté aún en la
tercera fase: otra cosa a la que nos oponemos los postlibertarios.
Una charla a la vieja usanza resulta agotadora. Este hombre
y yo no tenemos nada en común; es como hablar con un nacido en las colonias de
Venus o algo por el estilo. Partir del cero absoluto.
A pesar de mi reticencia inicial, la charla tiene lugar en
su apartamento, pues su condición de rechazado
impide que se le venda estimulo-inhibidores o cualquier cosa en los
comercios autorizados. Y quiere invitarme, claro, si no esto sería a todas
luces un atraco. Bebemos alcohol (inevitables recuerdos de papá, al que nunca
le gustaron los estímulo-inhibidores; siempre sospeché que tenía alguna
tendencia ante-posthumanista) destilado por él mismo, tema sobre el que había
leído algo en los más rancios foros postlibertarios. Estoy algo más relajado
gracias al licor casero y a que he bloqueado cualquier acción que implique
movimiento de dinero salvo triple autorización en las próximas 24 horas en mi
cuenta de ciudadano. Sólo puedo temer un robo de órganos o el asesinato por
diversión, cosas que cada vez parecen pertenecer más a los videojuegos más
radicales y menos a la vida real.
La charla acaba resultándome agradable. Tratamos de esquivar
el tema de la política y esto me acaba pareciendo tremendamente divertido, como
una especie de juego social. Pero la cosa no termina ahí: tras desbloquear mi
visor concertamos otra cita para charlar a la vieja usanza. Quizá por la
emoción de conocer a un rechazado. Y la
siguiente no fue la última vez que nos vimos con el mismo, sencillo y anticuado
propósito.
Tiempo después, tras muchas charlas y litros de alcohol
casero, me acabó confesando el motivo de su rechazo: una ridícula deuda de 100
créditos con la compañía de comunicaciones. Me ofrecí inmediatamente a saldarla
con los pertinentes intereses para que fuera readmitido socialmente. Su
siguiente confesión me dejó aturdido: por supuesto que podía haber pagado la
deuda (yo daba por supuesto que había pasado por una bancarrota momentánea) y
probablemente aún contaba con dinero suficiente como para saldarla teniendo en
cuenta los intereses, pero… no quería. Quería probar la aventura de vivir como un
rechazado. En el momento de la deuda estaba
harto e ignoró la advertencia de la compañía de comunicaciones. Y la siguiente
y todas las que vinieron después justo antes de que su rechazo pasara a ser efectivo.
Mucho tiempo después le confesé mi único horrible secreto, que curiosamente nunca he confesado a las personas que he conocido por los procedimientos habituales de CCH. Me lo confesó mi padre una de aquellas noches: soy un hijo del albur. Él y mamá se habían conocido por pura casualidad. Siempre lo he llevado como una gran carga, desde aquel día me sentí defectuoso, un producto que no tendría por qué haber estado allí, al lado del resto, convenientemente diseñados. Mi nuevo amigo me consoló y lo más raro es que me sentó bien contárselo; ni siquiera tengo chequeados sus niveles de fiabilidad, aunque los de un rechazado son, en teoría, cero.
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