lunes, 8 de septiembre de 2014

Sobreviviré

No era la primera vez que nos veíamos.
Nos mirábamos de soslayo en el metro. Nos miramos desde el primer día.
A mi siempre me gustó jugar con los reflejos de los cristales, y recuerdo que el primer cruce de miradas fue indirecto.
Tú, a mi espalda, mirabas fijamente el nombre del libro que yo tenía en la mano antes de salir del metro.
Yo miraba fijamente tu mirada.
Cuando conseguiste leerlo, pude ver una chispa de comprensión en tus ojos, una sonrisa tímida: la aceptación, el reconocimiento.

Me gustó que conocieras del libro, supe en seguida que sabías quién lo había escrito, y pensé que había pasado la prueba, y claro, también la habías pasado tú.

Después tus ojos miraron a mis ojos a través del reflejo de la puerta y mientras duró el trayecto, a oscuras, por el túnel, no nos despegamos.
Fue quizá un momento demasiado íntimo para la primera vez.
Llegamos a la parada. El amarillo chillón de las paredes de la estación de metro sustituyó el negro carbón del túnel y la intensidad desapareció, la nitidez desapareció.
Desapareció la magia.

La confirmación de nuestra de historia de amor silenciosa vino una semana después, cuando coincidimos de nuevo: primer vagón, línea verde, 16:30 de la tarde.
Tú estabas sentado y yo entraba.
Estabas leyendo.
Era un libro del mismo autor.
Un libro que yo no había leído.
Un libro que tu querías que leyese.

Así nos fuimos conociendo en el anonimato durante el año: en verano vi tu mirada sobre mis piernas, en otoño me gustó tu impermeable, en invierno sentimos el calor que desprendíamos a través de nuestros abrigos, sentados uno al lado del otro, los ojos clavados en sendos libros.
En primavera te seguí, la primera vez, hasta donde se supone que vivías.
Temía que al salir por la boca del metro desaparecieras y todo fuera humo.

Pero no desapareciste.
Te metiste por estrechas calles e hiciste un extraño quiebro, como si hubieras olvidado donde ibas.
Y de repente llegaste a una puerta grande, de garaje. Yo lo veía todo desde un par de calles más atrás.
Abriste una pequeña puerta incrustada en las puertas del garaje, que pertenecía a un edificio viejo y solitario, y entraste.
Mi curiosidad creció.

¿qué tipo de persona vive en un garaje?
¿Acaso el mismo tipo de persona que solo compra seis garrafas de agua y cerillas en el supermercado?

Poco a poco empezaste a ser una obsesión.
Te buscaba por las calles y las tiendas cercanas al metro.
Siempre que te veía hacías cosas extrañas. Cosas que no entendía.
La lona de toldo amarillo que cargabas un día, el saco de gravilla que arrastrabas otro, la madrugada en la que te vi con varias láminas de metal metidas en un carrito del mercadona.


Un día nuestras miradas se volvieron a cruzar en el metro, y en tus ojos había alarma, había pocas horas de sueño, había miedo, desesperación.
Comparado con el resto de personas del vagón tu cara estaba fuera de lugar.
Era una cara de superviviente, de solitario héroe de guerra, de alma torturada.
Parecías decir con tu mirada que yo debía saber lo que pasaba.
Quizá fue el momento en que debí hablarte, pero traté, como siempre, de encontrar las respuestas en los libros.

Así, esa tarde me fui al centro a comprar el libro. Ese libro que habías marcado como importante aquella vez en el metro, cuando me lo mostrabas orgulloso.

Y lo compré.
Y entonces comprendí.

Ahora lo siento todo tanto.
Podría haber sido una victima más del holocausto que vino, pero no.
Supe como escapar de eso, gracias a ti.
Y ahora estoy rodeada de tus huesos, en la cueva, en el nido, que con tanto amor construías para nosotros.

Nunca necesitamos hablar demasiado para entendernos, pero cuando nos dimos cuenta que ya no había nadie más, nos sobraron las palabras.
Y cuando llegó el momento de demostrar cual de los dos era el más fuerte, no dudé en enseñarte que habías elegido bien: que habías elegido a la que sabría sobrevivir.

Sé que ahora estarías orgulloso de mi, cuando vieras que pasado todo este tiempo, no me desesperé, no me rendí y seguí adelante.

Como una heroína de nuestro autor favorito, aguantaré hasta que no quede ninguna manera de seguir otro día más.

Esta es la última hoja de papel que me queda.

El tiempo, si es que sigue existiendo, se acaba.