jueves, 26 de junio de 2014

Mi más sincera mentira

El supuesto gran engaño de mi vida resultó para mi la forma más sincera de vivir.
Llegó un momento en que me sentía vacío e indeciso y al final me quedé con todo.

Un resumen sin profundidad: un divorcio, una vida profesional estancada, unas amistades cada vez más distantes, y un extraño boquete existencial, como si alguien hubiera hecho un butrón en la mitad de mi pecho y me hubieran robado el alma.
Mi forma de vivir era una caricatura de lo que había sido antes: no me reconocía en absoluto en fotos o grabaciones de mi pasado. Parecía una bolsita de té perdiendo mi esencia en medio de una corriente de agua.
No se podría decir que yo hubiera sido una persona demasiado introspectiva.
La vida la he pasado viviendo, y nunca me planteé que pudiera estar perdiéndome algo, o más bien nunca me importó.

Lo que mas me sorprendió fue con qué naturalidad y tranquilidad me habitué a ser tan diversas personas, a relacionarme con gente tan diferente. Resultaba que en mi interior portaba una persona que hubiera sido capaz de mantener mi fracasado matrimonio, una persona que era capaz de arrollar a mis compañeros para llegar a ser algo más; albergaba en mi interior una persona creativa, una madre comprensiva, un amante desbocado, una adolescente con sensibilidad, un astuto anciano, un ser sin escrúpulos, un héroe de leyenda y mucho más.
Potencialmente era todo eso. Pero no lo sabía.

Empecé casi por casualidad, simulando que era una mujer joven y atractiva porque quería gastar una broma a mi compañero de trabajo. Resultó que fui convincente desde el minuto cero, y qué fácil me resultó serlo.
En ese momento simplemente era un cabrón graciosillo esperando dar el golpe de gracia a la confianza en si
mismo de mi compañero, poseído por la novedad de las redes sociales.
Mi intención no era hundirlo, si no mostrarle qué falso podría resultar todo eso y reforzarlo.
Creo que también sentía una rabia oculta por mi fracaso con mi mujer y quería extender mi misoginia galopante por el mundo.
Pero así nació Nadia: de Europa del este, vivía en el país desde hacía 7 años, estaba sola por miedo a ser herida, cosa que ya había sucedido tanto emocional como físicamente. Estaba muy buena y quería conocer a un buen hombre.
Aquella noche fue una revelación: después de una conversación tórrida y subida de tono a las dos de la mañana, en la que me reí bastante de lo estúpidamente sinceros que somos a veces, y lo poco directos a la vez, se me quitaron las ganas de seguir con la broma un día más, así que me acosté pensando en lo cachondo que debía estar mi compañero y en que el día siguiente era el momento idóneo para descubrir la verdad y darle una buena palmadota en la espalda, acompañada de alguna trivialidad como "estás mejor como estás, Ramón, hazme caso".
Pero no pude hacerlo.
Delante de la máquina de café, observando el triste y poco atractivo físico de mi compañero mientras echaba las monedas, y mientras subrepticiamente el ruido tranquilizador de la máquina iba inyectando realidad a la escena, pensé en preguntarle porqué tenía esa cara jodida de sueño, pero, al coger el vasito de café, se le resbaló de las rechonchas manos cayendo por sus pantalones, y sin poder evitarlo Nadia se enterneció en mi interior. Ella se apoderó de mi.
Ramón soltó uno de sus "me cagüen la leche puta" de todos los días, y al cruzar por un momento sus ojos con los míos me di cuenta que en ningún caso Ramón necesitaba una lección por mi parte.
Todavía oigo la voz de Nadia, diciendo "parece un buen hombre, no cuentes conmigo para reírte de él".
Actualmente he decidido que Nadia vive en Rumanía, en casa de una tía abuela a la que tiene que cuidar.
No puede salir del país y pide a Ramón que no haga ninguna tontería, pero me consta que viven muy enamorados a distancia, y ahora comprendo mucho mejor cómo es mi anodino compañero de trabajo.
No sé si algún día Ramón se enterará de todo esto, pero si alguna vez lo hace y quiere matarme tendré que darle un beso en los morros para demostrarle que de verdad Nadia está viva y le ama. Sinceramente.

De repente empecé a pensar qué más había dejado de hacer en la vida.
Pensé mucho en mis fracasos.
Y de una manera un poco estrambótica me convertí en la mejor amiga de mi exmujer.
Dolores... La recuerdo en nuestros años buenos, las cosas que le gustaba hacer, las siestas en el salón iluminado por cuchillas de luz entrando por las persianas, su gusto por las revistas de historia, el asco que le daban los tropezones en el puré, como hablaba con nostalgia de sus amigas del colegio, a las que no veía desde que se mudó a la gran ciudad. Como decía echar de menos esa sensación de libertad y de escasas preocupaciones.
Mi exmujer tenía serios problemas en distinguir el mundo real de las películas de Disney, y supongo que por eso había elegido casarse y convertir su jaula de barrotes de oro en un hogar.
No acababa de estar contenta en un mundo lleno de posibilidades, porque no quería escoger ninguna, así que solo hizo una elección: un hombre que eligiera por ella y la mantuviera presa. Ese idiota era yo.
Lo que no entendía era porque yo era el único que se daba cuenta de eso, y porqué me tacharon de egoísta y de malvado cuando decidí hacer el mejor favor que pensaba que podía hacernos a ambos: libertad para ella, liberación para mi.
Pero la culpabilidad tiene ocho patas con ventosas y es difícil quitársela de encima cuando lo peor que te pasa a ti es demasiado tiempo libre para no hacer nada, y a la otra parte una lluvia de pastillas para dormir o para dejar de hacerlo.
Nunca pude admitir que la jodí la vida: primero al casarme con ella cuando sabía que ella tomaba esa decisión por desidia pura, y segundo al dejarla, cuando sabía que ahora era mi desidia la que tenía la voz cantante.
Así que, tras la experiencia de Nadia, y con cierta necesidad de redimir mis pecados, simule ser una de sus amigas, que la había encontrado de casualidad por las redes sociales, y que vivía en la actualidad en el otro lado del charco.
Y así empezaron las confidencias, y así descubrí por primera vez como era realmente Dolores.
Dolores a mi nunca me hizo reír, ni tener la sensación de vértigo ante una gran conexión. No me pareció nunca que tuviera una excesiva profundidad, hasta que llamó a Olivia superficial por hablar de los hombres como si fueran animales.
Sentí lo mismo que si viera la violación de mi propia madre en teledeporte cuando se sinceró conmigo sobre lo que había sido su vida conyugal. Si alguna vez se me mete algo en el ojo y necesito una excusa para limpiar el lacrimal siempre pienso en esa conversación. Pero no me hizo sentir culpable, porque quien escuchaba era una amiga comprensiva que no necesitaba defenderse de lo que parecía un punto de vista tan subjetivo como cierto.
Y curiosamente Dolores despertó en mi la capacidad de emocionarme con cosas que nunca habría conseguido siendo yo.
Pero mientras yo era Olivia, pude apreciar de primera mano la sensibilidad, la inteligencia, el humor de una Dolores de la que no me volví a enamorar, pero que ahora considero una de mis mejores amigas.
Amistad de un solo sentido.
Amistad sin sinceridad. Mejor sinceridad sin transparencia.
Cuando todavía me pide consejo sobre un corte de pelo o un vestido para un evento, me sorprendo a mi mismo interesándome de verdad por la cuestión, y el mejor premio que puedo obtener es un álbum de fotos en facebook en el que me cita diciendo "+Olivia me recomendó el look" y en el que mecánicamente pulso sobre el botón de "Me gusta".

No lo puedo negar, me divertía y me parecía excitante el nuevo mundo de posibilidades que se abría ante mi.
Volví a pensar en mis fracasos, en mis pérdidas. Así encontré al niño lleno de miedos y esperanzas que fui y con eso decidí construir el perfil de ese chaval, alimentándolo de las cosas que antes me habían gustado:
leer tebeos, jugar al fútbol y a los videojuegos, descubrir música, buscar mis ídolos... de esa manera acabé entrando en un grupo de mediometros especializados en cartas de Magic.
Fue una fase muy dura volver a ser un crío de nuevo.
Mi existencia y mis acciones del presente me parecían absurdas, fútiles, inapropiadas.
Cuando me levantaba de la silla del ordenador y escuchaba mi mustio cuerpo crujir y quejarse, no podía evitar pensar que hacía escasos segundos era realmente ese niño vivaracho, gracioso y despreocupado, que un día debí ser.
Descubrí a mirar sin el filtro de la edad adulta la curiosa crueldad de los niños y aprendí más de sinceridad en ese tiempo que en toda mi vida. Tuve mis problemas de adaptación: el resto del grupo no creía que tuviera 12 años, ni que estuviera estudiando en verano las que me habían quedado, que siempre eran inglés e historia. Pero era real, en ese momento yo era yo mismo a los 12 años, y recuerdo que su rechazo, sus chanzas y el bloqueo y la manipulación que llevaba a cabo uno de ellos, me hicieron tener reacciones histéricas como en mucho tiempo no sentía. Sigo jugando con ellos, pero nunca aparezco en sus secretas reuniones de calimocho y hamburguesas, por lo que todos me suponen bajito, gordo y feo. Justo lo que era con 12.

La sorpresa fue de nuevo en el trabajo, cuando ya me sentía un poco alienado siendo tres personas a la vez. No  encontraba mi sitio, pero la mezcla de una mujer cachonda del este de Europa, con una solitaria cuarentona divorciada y un prepúber inseguro, no me hizo bien para encajar la noticia de que estaban buscando un nuevo fichaje para un puesto que me pertenecía por derecho.
En realidad es demasiado decir que lo merecía, porque nunca me esforcé demasiado en el trabajo, con la intención de ser uno más y de no destacar, ni para bien ni para mal.
Utilicé mis herramientas para camuflarme en vez de para destacar, y no fue hasta hace bien poco cuando me di cuenta que erré en la elección del plumaje que vestía.
El trabajo siempre fue un medio para vivir, porque nunca me quise creer que era capaz de sentirme realizado haciendo lo que había aprendido a hacer para ganar dinero.
Pero el orgullo que descansaba como un perro guardián en una granja abandonada, se despertó y empezó a ladrarme por dentro, al oído.
Mi desprecio por mis superiores que no se habían percatado de que tenían a la persona que buscaban
delante de sus narices, junto con las nuevas aptitudes aprendidas en la red, me llevaron a construir el perfil en Linkedin del candidato perfecto. Cual fue mi sorpresa cuando decidieron hacerme una entrevista por teléfono, y me pusieron a prueba con todos los conocimientos que creí no tener y sí tenía.
Me dijeron a la semana que si estaba de acuerdo podría incorporarme cuando quisiera, así que para evitar la catástrofe les solicité un sueldo exagerado. Casi me había librado de esta autoamputación laboral cuando me dijeron que realmente les interesaba mi perfil y que la entrevista por teléfono les había convencido.
Querían ponerme "a prueba" con un caso real. En caso de que solucionara la papeleta se pensarían muy en serio darme lo que pedía. Cinco veces mi sueldo. Suerte que el dinero no ha sido nunca el aire que movía mi veleta. Pero si lo es la curiosidad.
Les conté una milonga sobre mi imposibilidad de viajar durante un tiempo, arguyendo problemas familiares, pero dijeron que no había ningún problema en trabajar a distancia.
Así es como me convertí en mi propio jefe y el en el jefe de mis jefes. Esos seres despreciables e idiotas ahora me parecían menos inútiles, a medida que me iba dando cuenta del trabajo real que hacían. También crecí profesionalmente atreviéndome a tomar decisiones difíciles, a tomar nuevos retos como aventuras en vez de desventuras y la confianza en mi mismo fue in crescendo.
Así estoy cobrando dos nóminas completas: la de un profesional autónomo de éxito y la de un mediocre trabajador sin proyección, pero no hay nada que me haga más feliz que oír a mi jefe decir "Muñoz, espabila, que el nuevo te va a mandar a la cola del paro".

En mi búsqueda de respuestas a este periodo de la vida tan pingüe, empecé a visitar foros de psicología, intentando clasificar mi beneficiosa patología. Empecé comentando en general que tenía tendencia a imaginar y evadirme de mi realidad, pero desgraciadamente nadie me hizo caso.
Tuve que leer mucha de su mierda para encontrar la clave para encajar en aquel mundo. Para que te escuchen necesitas tener una historia impactante: producir curiosidad, pena o miedo de verdad.
Pensé que decir que escuchaba voces en mi cabeza estaría a la altura, pero tampoco.
Personalidad múltiple, bipolaridad, misántropo esquizoide... aprendí mucho vocabulario clínico.
Pero esta gente necesitaba una buena historia, no más etiquetas. No iba a ningún sitio con mi historia feliz de
suplantación de identidades, eso no entristecía a nadie. No mojaba y reblandecía ningún corazón.
Así que rebusqué en mi interior y encontré a otra persona que vivía oculta en mi.
Recién jubilado de 67 años, cansado de la vida solitaria de los viudos con hijos que les odian, había desarrollado un vicio indescriptible por parecer (que no ser) un pederasta potencial.
Le gustaba mirar con lascivia a las niñas que iban juntas al colegio, pero solo si alguna madre les acompañaba y le observaba. Le gustaba sentarse en los parques en un banco bien centrado cerca de los columpios, leía el periódico deportivo hasta que veía alguno de esos padres jóvenes que siempre piensan lo peor de los demás. Entonces ponía su mano en la entrepierna mientras sonreía mirando algún niño subiendo al tobogán.
Jamás tocaría a un niño, pero le encantaba la cara de rechazo, odio, espanto y asco de las madres y de los padres en los parques, de los profesores en las puertas de los colegios, de los policías que le entrevistaban desde fuera del patio de su casa.
Y es que en el fondo soy un provocador. Pero nunca fui tan valiente como para confesar mis mentiras.
Provocar no es tanto la forma como el fondo. Daba igual que fuera al trabajo con sandalias de cuero en verano, da igual que me gustara aparcar dejando un buen trozo de espacio desaprovechado detrás, da igual que desde joven mi tono de voz fuera un par de decibelios por encima de la media, ni que no pudiera evitar llegar 20 minutos tarde a todos los sitios. Por supuesto daba igual que ahora la persona que se adueñara de mi fuera un viejo salido y necesitado de atención.
Era provocación lo que buscada y vaya que si la hallé.
Pronto mi personaje, Braulio, se hizo más y más popular.
Conocí a gente inquietante: mujeres que querían conocerme porque en el fondo eran esas madres puritanas y preocupadas que odiaban que hombres como yo miráramos a sus hijas y no a ellas. Hombres que me enaltecían. Personas que me despreciaban y por eso me necesitaban.
Y también conocí a Conde Lecquio.
Los vicios unen a la gente, y mi vicio fue el anillo de compromiso con la piedra más grande y hermosa que el Conde podía imaginar.
Conde Lecquio decía tener problemas con el sexo, y cuando empezó a mandarme los enlaces de las páginas que solía visitar entendí a lo que se refería con problemas con el sexo.
En mi época te la meneabas con un par de tetas y un buen culo, no hacía falta más. Pero supongo por lo mismo que un hawaiano lo que quiere es ir a la nieve, no vivir rodeado de paraíso en playas desiertas, blancas y cristalinas.
Nunca hubiera imaginado que los apetitos de mucha gente fueran tan extravagantes. Si fueran mis ojos los que miraran esa imágenes y vídeos, no hubiera dicho extravagantes si no vomitivos. Pero era Braulio quien lo miraba, y entendía perfectamente el placer de la provocación y la independencia y altivez de una palabra como "placer".
Esa palabra está más follada que muchos de los animales y electrodomésticos que vi en esos vídeos.
Ver sus múltiples facetas me ayudo a entenderme mucho mejor.
Conde Lecquio me aleccionó sobre algunas cosas que debería saber: con quién podría hablar y con quién no, cómo mantener el anonimato, y los distintos niveles en los que podías rascar en la mayor herramienta de autoestima que ha inventado el hombre: la deep web.
Era como nadar en una piscina de aguas negras rodeado de peligros inminentes de dientes afilados que puedes hasta oler. Cuando sales, tomas una gran bocanada de aire pútrido de tu ciudad y te sabe a gloria.
Así que mi siguiente paso fue el asociarme al Conde en su dominio personal de pornografía y ser un moderador sin escrúpulos y un ferviente crítico de obras que, desde el punto de vista de Braulio, eran puro arte. Arte del que te produce orgasmos.

La página me llevó a tener un problema con Jara, joven y feminista donde las haya, me cautivó con su mensaje directo y repleto de tacos y expresiones de lo más masculinas. Trató de denunciarnos cuando publicamos un vídeo de ella y unas amiguitas aprendiendo a disfrutar sin la necesidad de hombres. El conde Lecquio lo sacó de algún sitio, yo nunca le preguntaba por sus fuentes, y de hecho, le aplaudía e instigaba a hacerlo todavía peor.
Pero Jara también estaba enganchada a la red y en esa misma red la pesqué yo. Me conoció como Diana, diosa de la caza griega, no se me ocurrió otro nombre mejor para mi personalidad de mujer luchadora.
Pronto empecé a escuchar el discurso velado de Jara, en el que se unían millones de voces de mujeres de todos los tiempos que fueron malogradas por los hombres, y sentí el mismo desprecio por ellos.
No podía tomarme un café en el bar de abajo, sin mirar a esas mujeres chinas ocupándose del negocio mientras en el callejón de al lado sus maridos se dejaban el sueldo en fumar cajetilla tras cajetilla y jugar a los dados, y sentí asco. Ya no miraba igual a la madre que cargaba con su hijo de un costado mientras su carrito lleno de leche, sardinas y pan de molde era bajado a trompicones por la escalera del mercado. Incluso empecé a entender a esas ejecutivas cachondas con Mercedes SLK que pitaban antes de que el semáforo se pusiera en verde. Empecé a mirar con otros ojos a esas jóvenes treintañeras que deciden dejar
sus vidas de pareja por la tendencia megalómana de los hombres a entenderlas como un medio para su autorealización.
Miré con verdadera infamia a las mujeres que se quedaban tan solo en la cáscara de ellas mismas, pero la pena y la comprensión se adueñaba de mi, pensando en que la culpa de esa superficialidad se había instaurado en sus genes miles de años atrás por culpa de la adaptación. Y adaptarse era eso o morir.
Esa época fue dura para mi, porque supongo que sentir el síndrome premenstrual siendo un hombre es una experiencia difícil y contradictoria.
Jara me ayudaba a entender con cariño que su lucha no era superflua, que sentía la necesidad de dar un golpe sobre la mesa y mandar a tomar por culo a todo un patriarcado que las trataba como tetas con piernas. Pero también creo que la ayudé a entender que el exceso y el defecto son los dos cabos de una misma cuerda. Ella necesitaba mis reactivos mensajes de mediocridad para hacer su mezcla dialéctica algo menos ácida, para hacer que su textura fuera más tragable y su mensaje más potente.
Ahora Jara me escribe todos los meses un par de veces desde Colonia, donde vive con Katie, mujer de su vida para los siguientes tres meses, mientras luchan juntas y medio desnudas porque su voz y la de otras mujeres se oiga de verdad.

Cuando me di cuenta, se me estaba yendo de las manos: Gloria me preguntaba por un vestido y yo la decía que si quería ser presa de otro hombre insoportable, que no había necesidad de ellos y ella me contestaba "uy Oli, estás muy rara". No mucho mejor me fue con Ramón, cuando me proponía alguna experiencia erótica a distancia y yo le decía "veo tu apuesta y subo a un cepillo de dientes eléctrico en mi entrepierna". Temí realmente por su salud, me lo imaginaba tirado en el salón con un infarto, con los pantalones por los tobillos y rodeado de cartones de papel higiénico por el salón. Jara no entendía porque ahora me había puesto tan plasta con decirla que esa actitud tan beligerante no la ayudaría a sentirse completa y que la completitud empieza con la falta de soledad y de pelo en sus axilas, y por supuesto, mis amigos del colegio escribían un montón de LOL cuando ante cualquier infamia o chanza les contestaba con frases de Ovidio.

Ah si, Ovidio... no puedo pasar sin comentar el grupo de debate "mi lengua está tan viva como el latín" al que me apunté solo por una frase que encontré en uno de mis matutinos buceos por Wikipedia.
La frase rezaba así "El placer más seguro es el menos placentero". No pude evitar vincularlo con mi Braulio interior, pero me di cuenta de que yo sentía placer con todas esas nuevas vidas que vivía, con todas esas personas que era. Y no eran nada seguras.
No sabía cuanto tiempo tardarían en darse cuenta en el trabajo de mi engaño, ni cuando Ramón se decidiría a abandonar el país en busca de Nadia, ni cuando Dolores decidiría dejarlo todo por recuperar a su vieja amiga, ni cuando la persona de mi lado en el ciber de confianza levantaría una placa de policía secreta mientras estaba inmerso en la mierda más puta de la deep web.
Pero he seguido haciéndolo todo este tiempo, y ahora soy decenas de personas más.

Y no puedo evitar ponerme las gafas de sol ante el brillo de esta mentira tan apasionante que estoy inventando para mi y para ti.

Aprendí  desde joven a lamerme las heridas yo solito.
También a darme las palmaditas en la espalda cuando hacía algo bien.
¿merezco yo todos esos aplausos? ¿Y cuánto durarán? ¿y después?
¿Estoy viendo vuestra gratitud brillando en los ojos? ¿o es rabia, envidia o simple conmiseración?

¿merezco yo vuestros latigazos? ¿me arrancaréis la piel hasta ver el hueso? ¿no os importa que ya haya cicatrices de mis propias heridas autoinflingidas?

No, siempre preferí recibir los castigos por mi propia mano, por eso las yemas de mis dedos están tachonadas de clavos.
También preferí regalarme yo solito los oidos.
Por eso mi lengua gusta de relamerse en los lavabos públicos de restaurantes de comida basura, donde los espejos son grandes y están iluminados, en los que puedo ver mi cara de triunfo en contrapicado Tarantinesco.

Realmente soy un poliedro, mis múltiples caras encajan perfectamente en las caras de la gente de la que me he rodeado, que no sé si son como yo o simplemente tienen una o dos caras.

Tengo dependencia a la multipersonalidad.
Soy adicto a ser muchas personas. A ser odiado por unos por lo mismo que soy amado por otros.
A adaptarme a las maneras de pensar, de predecir, de evitar problemas o de perseguir la felicidad de los demás.

Esta es, pues, mi confesión.
Sé que muchos de los que lean esto pensarán en que les he traicionado, que les he mentido o que contado intimidades que no debería sobre sus vidas.
Pero en realidad sus vidas están dentro de mi, son mi vida, son yo mismo.

Todas esas personas soy yo.