Estaba deseando cumplir 12 años para que al fin me dejaran probarlo.
Todo el mundo, todo el rato, está hablando de la virtualidad.
El resto de chicos de mi edad en el centro de capacitación tienen la misma inquietud que yo, pero yo dí un paso más, y me hice con las claves de acceso a los dormitorios de los tutores.
De todas formas hacía un par de días que los tutores no aparecían por aquí. Era 2 de febrero y empezaba el gran encuentro de la virtualidad compartida, así que se fueron a una de esas salas inmersivas, en las que te proporcionan todo mientras estás “ahí dentro”, para compartir una misma virtualidad con otras personas.
Conseguí abrir los dormitorios de la planta de arriba y sentí un cosquilleo en la nuca pensando en la oportunidad que se me presentaba.
Ahí estaba: el “ataúd” vacío, esperándome.
Lo abrí y me introduje dentro del traje kinético en su interior. Temí que el soporte para la vista me quedaba grande, pero realmente los trajes kinéticos se adaptan perfectamente al físico de la persona que esté dentro del ataúd, que solo sirve para evitar estímulos externos.
Al final de los guanteletes del traje kinético hay unos botones muy sensibles. Si cierras el puño fuertemente la máquina se conecta y el traje se ajusta a tu tamaño y forma.
Se empezó a hinchar, me taponó los oídos, me presionó los músculos y la tapa se cerró suavemente hasta dejar el ataúd en completa oscuridad.
Mientras tanto, una especie de ruido blanco neutralizaba los sonidos del proceso.
Empecé a sentir palpitar mi corazón en cada una de mis extremidades, hasta que llegó un momento que dejé de tener consciencia de que siguieran ahí.
El traje se adaptó a mi temperatura corporal, y de repente no sabía apreciar ni la posición de ninguno de mis miembros, ni su tamaño o forma.
Me sentía como nadando en gelatina.
Estaba nervioso, pero poco a poco me fui relajando. Justo cuando estaba pensando en que no sabía muy bien si tenía los ojos abiertos o cerrados, el visor se apretó contra ellos.
La sensación fría y metálica encima de mis ojos me puso de nuevo nervioso.
Pasó un tiempo, no sé si fueron minutos u horas. Ahora entiendo porque la gente necesita un androide asistente para estas cosas. Es difícil hacerse a la idea del tiempo que pasa cuando ni siquiera percibes tu propio cuerpo.
Entonces, justo cuando estaba tan relajado como para quedarme dormido, la sesión comenzó.
De repente mis ojos vieron un par de sombras grises, que se correspondían con mis manos, de su tamaño y forma.
Ante mi apareció un menú que sinceramente dejaba mucho que desear.
Quedaban los últimos ajustes, ya que por la capacidad del ataúd de hacerte sentir con diferentes formas, la “palabra clave” para volver al menú es una combinación de movimientos de los ojos, que se te muestra en pantalla varias veces para que aprendas el funcionamiento.
Y una vez que el ataúd sabe que conoces las reglas, entonces te ofrece las posibilidades virtuales.
Lo primero que quería probar, por supuesto, era eso de volar. Así que elegí la opción “experiencias animales”, y seleccioné un cóndor sobre los Andes.
No sabía que el traje kinético era capaz de hacerme sentir que me transformaba físicamente.
Mis brazos se estiraban como alas y que mis largas piernas se transformaran en cortas y huesudas garras.
Notando el aire en mi tripa y la velocidad y altura, me di cuenta de que aquello es lo que tenía que sentir sin duda un cóndor sobrevolando los Andes. Incluso podía llegar a sentir el movimiento de mis pequeñas plumas. El aire olía a espacio. A naturaleza y vida.
Después de un rato de sensación de vértigo, me aburrí. Así que cerré y abrí los ojos con la cadencia convenida y volví al menú.
El siguiente menú que seleccioné fue “viaje en el tiempo”.
Elegí ser un joven durante la segunda guerra mundial. Era la época sobre la que debatíamos ahora en el centro de capacitación, y me parecía muy interesante: había claramente dos bandos que defendían ideas diferentes a base de matarse unos a otros. No les era posible el consenso porque su fuerza residía en algo parecido a lo que nosotros llamamos fe. Además tenían armas increiblemente potentes, armas con las que ahora no podíamos si no soñar.
Una de ellas era la inhumanidad.
El poder por la fuerza era algo que hacía mucho tiempo que no nos era necesario.
Era sin duda una experiencia vital interesante, y me ayudaría a poder influir más a mis compañeros en los debates sobre el tema, lo que seguro me daría muchos puntos de progreso.
Allí aparecí, en mitad de una calle.
El ruido era atronador. Me encontraba en una especie de ciudad ruinosa, fría y gris.
Encima de mi cabeza pasaban avionetas en formación.
Vi a gente correr y sentí un fuerte empujón, un hombre me gritó fuertemente que si estaba loco: locos parecían ellos, pero no tenía otra opción que no fuera seguirlos.
Todos se metieron en una estación de algún medio de transporte antiquísimo. La gente tosía, los más pequeños lloraban, y señoras con sus pañuelos rezaban oraciones.
Tras el ataque aéreo seguí los pasos de los demás y busqué con ansia el aire fresco. Pero no lo encontré.
El paisaje era desesperante: los edificios se caían levantando un enorme estruendo y nubes de polvo que olía a carbón.
La gente lloraba y sacaban cuerpos de debajo de los escombros: cuerpos como el mío, cuerpos destrozados.
Me recompuse pensando que aquello era solo virtualidad, aunque las cotas de realidad eran altísimas.
Sintiéndome un poco cobarde por dentro, decidí salir de esa experiencia y volver a volar sobre los andes.
Así que realicé la combinación de movimiento de ojos.
Pero la ciudad, el humo y los muertos seguían ahí.
El maldito menú no aparecía.
Volví a hacerlo de nuevo. No lo conseguía.
Una mujer amable se acercó a mi y me dijo que necesitaba ayuda para escoltar una carretilla con algo de comida y mantas.
No pude decirla que no, y supe que me sentiría mejor si hacia al menos una buena acción en esa virtualidad antes de abandonarla.
Así que eso hice. Tras un largo camino de 2 horas en el que salimos de la ciudad por un túnel subterráneo volví a hacer la combinación, pero el maldito ataud no reconocía la señal.
Cansado como nunca, acepté un plato de sopa aguada y me senté en un banco a esperar.
Me quedé dormido.
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
Han pasado un par de años ya desde que llegué aquí. La guerra sigue. El hambre sigue. Conductas impropias de seres humanos se establecen como un hábito en muchos de nosotros.
Todavía me llaman loco cuando cuento que vine de otro lugar.
Cuando les digo que esa realidad que viven ellos es simulada, que no son reales.
Que toda esa guerra y todo ese dolor está generado por poderosos ordenadores que se nutren de información informatizada.
Que todo el horror, todo el dolor y la rabia que puedan sentir sus simulados corazones es también irreal.
La primera vez que me pegaron por admitir estas ideas, sentí dolor. Sentí dolor de verdad: en mi estómago, en mi labio partido y en mis huesos rotos de la mano.
Desde ese día tengo un par de dedos de la mano izquierda algo torcidos.
Así que aprendí que mientras no pudiera salir, era mejor mantener la boca cerrada.
La única persona que me mira divertida es esa niña pelirroja llamada Berta.
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
No sabía el riesgo que corría ayudando a aquellas personas, pero no puedo admitir que yo también me había transformado en un inhumano.
Berta siempre me apoya y junto a ella he aprendido a superar mi bloqueo mental sobre mi origen: sin padres y nacido en una guerra inhumana, mi cerebro inventó una historia de ciencia ficción sobre cómo llegué aquí.
Cuando nació mi primer hijo, aquel rumor incierto fue por fin acallado.
Ahora, con mis cinco hijos no me cabe la menor duda, y he de decir, que incluso en esta época difícil que nos ha tocado vivir, he sido una persona feliz.
Pero ahora me tocaba descansar.
Había sospechado de mi enfermedad desde hacía alguno años, cuando mis fuerzas me abandonaban y me sentía tan cansado que no podía llevar a cabo los trabajos de siempre.
Cuando el doctor Breuer vino a casa y nos contó a Berta y a mi las consecuencias de mi enfermedad, el alivio se apoderó de mi de una forma espontánea. No sabía que sería capaz de digerir que mi vida tocaba a su fin.
El tic nervioso que ejecutaba con los ojos siempre tenía una razón: tenía una enfermedad del sistema nervioso que acabaría conmigo en menos de un mes.
Tumbado en mi cama, con mis hijos alrededor y muchas de las personas a las que había evitado una muerte horrible durante la guerra, me sentí por fin tranquilo.
Quería irme en paz.
Cerré lentamente los ojos.
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
- maldito niñato ! qué haces aquí metido? como te has colado?
Noté un par de bofetones suaves
- ¿quién se atreve a molestarme en mis últimos minutos de vida?
- este está loco ! qué coño has hecho?
Reconocí el centro de capacitación y la cara de alguno de los tutores… pero eran recuerdos tan vagos….
De repente me di cuenta: todo había sido virtualidad.
- ¿cuánto tiempo llevo aquí? ¿qué día es hoy?
- Hoy es 2 de febrero, enano, y ahora ya puedes irte a tomar por culo de aquí… Avisaremos a los educadores de esto.
Te va a caer una buena.
De camino a mi planta, un mareo incómodo se apoderó de mi. No podía transmitir todo aquello a los demás:
Volvía a ser un niño, pero en mi interior, ya había vivido una vida entera.
Era un niño de nuevo, pero algo dentro de mí ya estaba muerto.
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